sábado, enero 27, 2007

ECOLOGÍA Y ECOTROPÍA

Manuel Toharia es una persona preocupada durante muchos años por la divulgación científica. Hompre ponderado en sus argumentos tiene muchos detractores y bastantes seguidores de su cuidadoso trabajo. Actualmente es Director de la Ciudad de las Artes y las Ciencias "Príncipe Felipe" de Valencia, escritor, conferenciante y actualmente compagina muchas tareas también en medios de comunicación con las colaboraciones puntuales con el Programa "Las Huellas de la Memoria" en el apartado de Genética y Neurobiología. En este artículo critica lo que en otros foros se ha llamado "la nueva religión", referida al ecologismo extremista.


Manuel Toharia junto al Museo de las Artes y las Ciencias de Valencia




La ecología es una ciencia relativamente joven; con apenas un siglo de vida ha sido capaz, no obstante, de calar tanto en el ambiente universitario como en la sociedad. De manera asombrosa, cabría añadir, porque el estudio, inicialmente reservado a biólogos especializados, de la relación de los seres vivos con su entorno no parecía excesivamente apasionante. A no ser, claro, que el ser vivo en cuestión sea el ser humano, y su entorno el medio ambiente en el que se desenvuelven sus diversas actividades.
Aparece entonces la actitud ecologista, basada en la conciencia de que el desarrollo industrial podía tener conse­cuen­cias negativas para nuestro ambiente y, por ende y sobre todo, para nosotros mismos. Ensuciar el aire o el agua podría no ser importante para una em­presa siempre y cuando sus directivos no respiraran o bebie­ran ese aire y ese agua contaminados.
En los últimos decenios han menudeado las denuncias ecologistas. Algunas aludían a riesgos que implicaban directamente a la pobla­ción; otras se referían a diversas amenazas que se cernían sobre la naturaleza "virgen", a causa de unas u otras actividades humanas -casi siempre industriales, pero también lúdicas, como por ejemplo el turismo. Los grupos conservacionistas comenzaron a emitir mensajes en los que pretendían que la opinión pública valorase las amenazas que gravita­ban sobre determinadas especies anima­les o vegetales con el mismo dramatismo con que se valoran esas mismas amenazas que se ciernen sobre el ser humano. El ejemplo más llamativo y pionero fue el libro norteamericano "Silent s­pring" (Primavera silenciosa), que publicó Ra­chel Carson en 1962, y en el que, entre otras muchas denuncias a la industria química, se afirmaba que el animal emblemático por antonomasia para los america­nos, el águila del escudo de los Estados Unidos, tenía sus días conta­dos. Poco más y la acusación hacia la industria podía ser no sólo la de envenenadora de personas, animales y plantas sino, horror, también de antipatrio­ta...
El libro tuvo un éxito fulgurante, y señaló el camino a seguir por los grupos ecologistas: poca gente iba a entender, y mucho menos a compartir, los argumentos científicos o biológicos a favor del equili­brio natural, sobre todo si de ellos se derivaban mayores incomo­didades, precios más altos o mayor desempleo. En cambio, la opinión pública sí podía escan­dalizarse ante un animal moribundo a causa de unos verti­dos venenosos; por cierto, rara vez se enseña una rata o una mosca, y se prefieren las aves, que nos recuerdan de manera apenas simbólica el concepto de libertad, o bien determinados a­nimales que lla­man la atención por su tamaño o su belleza plástica -elefan­tes, ballenas, focas, linces...
En los años sesenta y setenta se fundan numerosos grupos conserva­cio­nistas. Nadie habla todavía de ecologismo, aunque muy pronto la mayo­ría de esos grupos, y otros que vinieron después, acuñarían para su acti­vidad ese término. El WWF (World Wildlife Fund, Fondo Mundial para la Naturaleza) había sido fundado en 1961 y en él están representados actualmente 28 países. Greenpeace, Paz Verde, fue fundada en Canadá en 1971, aunque ahora tiene su sede mundial en Holanda y cuenta con 4 mi­llones de miembros. Friends of Earth, Amigos de la Tie­rra, fue fundada asimis­mo en 1971, en la universidad de Berkeley, y agrupa actualmente a delegaciones de más de 30 países. Y así sucesivamente...
El ecologismo toma algunos supuestos científicos de la ecología, pero los aplica de manera eficaz al estilo “agitprop” para condenar alguna actividad concreta del mundo moderno: desde la energía nuclear hasta las emisiones de CO2, desde el cloro (más denostado casi que los organoclorados) hasta las radiaciones electromagnéticas, desde la denuncia de la pesca de ballenas hasta la denuncia por incinerar las basuras...
En todas estas protestas subyace un problema ligado a las sociedades desarrolladas, con un fondo de verdad científica, un mucho de escándalo catastrofista y muy poco equilibrio racional de análisis realista de los pros y los contras. La gravedad –mucha o poca- de la contaminación por pesticidas pasa a segundo plano ante la imagen de un águila muriendo y la velada amenaza de que todas las águilas acabarán por desaparecer. Rachel Carson dixit...
Esta culpabilización permanente del mundo desarrollado, sin matices, sin oponerle a muchos de los males reales que se denuncian las ventajas indudables que de ellos hayan podido derivarse –las industrias son malvadas per se, y los consumidores que les permiten ganar dinero unos tontos ignorantes que aun no se han enterado de quiénes son sus verdaderos enemigos- ha hecho pensar a muchos que el ecologismo se ha convertido en una especie de ecolatría. Es decir, en una veneración irracional –lo que significa esquivar el análisis racional en favor de la creencia dogmática- de “lo natural” frente a “lo artificial”, “lo químico”, “lo industrial”... Un buen ejemplo de la impregnación social de esta forma de pensar es el hecho de que los aparatos médicos de Resonancia Magnética Nuclear (MRN) se llamen ahora, púdicamente, Resonancia Magnética. Y como la lucha contra los campos electromagnéticos se extienda, dentro de nada serán aparatos de Resonancia, sin más. O de Imaginería por Resonancia, como ya dicen algunos...
Otro buen ejemplo de la irracionalidad de los planteamientos ecólatras –que tienen altas dosis de maximalismo, dogmatismo, fundamentalismo, fanatismo y otros ismos similares- es el del mito del riesgo cero.
La exigencia del “no riesgos” para determinadas actividades industriales es, aparentemente, de elogiar: nadie quiere correr riesgos, claro. Pero con eso se deja pensar a la gente que cuando se corre algún tipo de riesgo es porque la industria, en su afán capitalista y malvado, no ha puesto todos los medios necesarios para evitarlos. Ignorando, conscientemente, que el riesgo cero no existe en ninguna actividad humana; ni siquiera en el inocente paseo por una acera (siempre puede haber una cornisa que se desplome sobre nuestras cabezas...)
Lo de mito aplicado al riesgo cero es, pues, una auténtica realidad, aunque la ignoren los profetas de semejante fábula, ficción alegórica, invención o fantasía; que todo eso significa mito. Por otra parte, conviene recordar que el riesgo es la contingencia o proximidad de un daño, que se mide en forma de probabilidad. El riesgo de padecer cáncer de pulmón es un 90% más alto en fumadores que en no fumadores, por ejemplo. El riesgo mide generalmente una probabilidad no muy alta en periodos de tiempo altos; en el caso del tabaco, y a pesar de ese riesgo mucho más elevado en fumadores que en no fumadores, hay muchos fumadores que llegan a viejos sin cáncer de pulmón, obviamente... Otra cosa es el peligro; en este caso se trata de un riesgo inminente y grave; es una probabilidad muy elevada de daño en un periodo corto de tiempo. La falacia de los ecólatras es precisamente confundir los riesgos (que pueden ser muy pequeños, a menudo despreciables) con los peligros. Y es que todo esto lo ignora en general la población. Además, el riesgo como tal es difícil de medir y aun más difícil de observar, aunque obedece a leyes bien conocidas. Por eso acaba siendo "la probabilidad de que un suceso (negativo) se produzca en un determinado periodo de tiempo".
Demasiado teórico... Riesgo equivale a peligro, y punto.

Además, hay en la vida diaria riesgos bastante elevados que, sin embargo, asumimos sin el más mínimo problema, por una ilusión de invulnerabilidad a la vez cognitiva y física. Por ejemplo, ir deprisa en una carretera, que nos parece más seguro que viajar en avión, aunque éste sea un riesgo de diez a cien veces menor...
Algunos ecólatras persiguen un conjunto de mitos, en la vida cotidiana –todo el mundo es bueno y generoso, la industria debe anteponer a su lucro el beneficio del medio ambiente, la producción industrial es mala por necesidad y hay que volver al pasado, etc.-, que hacen pensar que su modelo de sociedad no es de este mundo. Algunos autores lo han denominado “Ecotopía”, es decir, el lugar utópico de los ecologistas, donde imperan todos los mitos habidos y por haber.
Lástima. La ecología es una ciencia, escéptica y crítica como todas las ciencias, pero ha dado lugar a una postura social que defienden ardorosamente algunos grupos que, en ciertos casos –por fortuna, no muchos, aunque algunos muy significados-, han derivado hacia la ecolatría o la ecotopía. Ninguna de las dos tiene nada que ver con la vida de todos los días, con los problemas ambientales –ellos sí son de verdad- que dicen querer solucionar.
Porque, sencillamente, no son realistas; se mueven en la mera ilusión. Y no es verdad que de ilusión también se viva...

Manuel Toharia es colaborador del Programa "Las Huellas de la Memoria"

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