Manuel Toharia, entre otras muchas cosas, es Presidente de la Asociación Española de Periodismo Científico
No ha ocurrido con la cultura científica lo que le sucedió a los mosqueteros de Alejandro Dumas, veinte años después de aquellas trepidantes aventuras en contra del sibilino Cardenal Mazarino y a favor de las infidelidades de toda una reina de Francia. Si D’Artagnan, dos decenios después de su iniciación como guerrero a las órdenes del Rey, era ya el Capitán de los mosqueteros, y sus otros compañeros se habían asentado en su mundo, progresando en sus respectivas carreras, en cambio la cultura científica no ha ido tan bien servida tras esos dos mismos decenios de aquella incipiente revolución de la política científica española que fue la Ley de la Ciencia. Hoy podemos observar, con cierto desasosiego, que en ese tiempo las esperanzas de una neta mejoría en el sistema investigador español quedaron en parte frenadas, y en algún caso incluso frustradas, mientras que sólo cabe otorgarle el suspenso más notorio precisamente a todo aquello que tiene que ver con el interés de los ciudadanos por el hecho científico. A la promoción de la cultura científica.
Desde luego, en un país con escasa tradición investigadora, que además fue en gran parte arrasada durante el excesivamente largo periodo de la dictadura franquista, no era fácil que prendiera la llama de una renovación completa de las actitudes sociales en torno a la ciencia y sus desarrollos. Aquella Ley de la Ciencia de hace veinte años sí sentó las bases de esa renovación, y eso es algo que nadie discute hoy día. Pero los sucesivos gobiernos posteriores tuvieron escaso interés no ya en que ardiera esa llama recién encendida sino siquiera en que se conservaran algunos de sus rescoldos más brillantes. Por supuesto, las razones económicas primaban; pero también la escasa apuesta de las empresas por una investigación que seguía asumiéndose como exclusiva competencia de la administración pública. Podríamos decir que en estos veinte años todavía ha seguido predominando en el mundo empresarial español del sector privado–con muy horosas excepciones, todo hay que decirlo- aquel confuso sentimiento de los intelectuales del 98 en torno al “que inventen ellos”; en este caso, los científicos pagados por el erario público. Y si no, los de fuera del país.
Ramón Sánchez Ocaña en una imagen retrospectiva cuando adquirió popularidad por su programa "Más vale prevenir"
En este panorama de quiero y no puedo, de generosas aportaciones teóricas no muy abundantemente apoyadas por el erario público y aun menos por la contabilidad de las empresas, no es de extrañar que floreciera quizá más que nunca la incultura científica de la población.
El escritor y divulgador Iker Jiménez
Desde luego, es forzoso reconocer que no todo ha ido rematadamente mal en cuestiones culturales. Ni en la tradicional cultura artísticoliteraria, ni siquiera en la tecnocientífica. De la primera no corresponde hablar aquí, aunque se han hecho muchos más gestos de cara a la galería y en apoyo de unas élites siempre minoritarias, que en apoyo de una cultura de la ciudadanía más próxima a sus intereses y anhelos.
En cuanto a la cultura científica, desde luego ha sido escasamente apoyada por las autoridades del Estado central, aunque en cambio algunas administraciones locales y autonómicas sí han hecho, al menos en parte, sus deberes. Podemos analizar con cierto detalle la situación, y lo vamos a hacer centrándonos en tres campos que resultan no sólo muy significativos sino incluso paradigmáticos: los medios de comunicación de titularidad pública, y esencialmente Televisión Española y los canales autonómicos; los centros de ciencia interactivos; y la proliferación de las seudociencias, que parecen invadir ya casi todos los ámbitos de la vida ciudadana.
Con la llegada de la democracia, los periódicos de titularidad pública pasaron a manos privadas o desaparecieron, y las revistas y otras publicaciones oficiales –de Ministerios o de otros organismos públicos- quedaron reducidas a su mínima expresión, más como plasmación de resultados que como elementos puramente informativos. En cambio, se mantuvo el sistema mastodóntico, y ahora vemos que absolutamente ruinoso, de una radio y una televisión de titularidad estatal. No es anecdótico que el grupo RTVE, que era boyante y con pingües beneficios al final de la dictadura y en los primeros años de la democracia, se convirtiera en un pesado lastre económico cuando se tuvo que enfrentar a la competencia directa de las televisiones privadas. Hoy, el grupo RTVE afronta una deuda acumulada de 1,3 billones de las antiguas pesetas, una cifra que es sencillamente inasumible y que produce mareo por su desmesura.
Mantener una radio y una televisión de titularidad estatal podría tener su justificación, precisamente en un mercado dominado por los intereses económicos –audiencia y publicidad, los dos factores esenciales de la economía del mercado libre de la televisión- siempre que su programación atendiera a valores que no necesariamente cubre la televisión comercial. Por ejemplo, la enseñanza para enfermos, o bien la programación cultural, generalmente minoritaria. Incluso, por qué no, una programación de entretenimiento puro pero sin intereses comerciales más o menos ocultos tras ella.
Pero si la televisión y la radio públicas –nacional, autonómicas, incluso locales cuando dependen de los ayuntamientos- entran en el mercado publicitario, sería absurdo que compitieran con los sistemas privados, cuyos intereses comerciales priman sobre la vocación de servicio. Y así se da la paradoja de que la radiotelevisión pública presenta una oferta de programación que compite directamente con las privadas, incluso, lamentablemente, en aquellos programas de menor calidad y, en ciertos casos, claramente criticables por su baja calidad moral o profesional. Aunque el término sea abusivo, y seguramente injusto, lo de la “telebasura” no deja de tener su justificación...
Naturalmente, ante semejante panorama, la presencia de programas culturales, y especialmente los que tienen que ver con la cultura científica, en radio y televisión fue y sigue siendo casi simbólica, y siempre en horarios lamentables. Antes, cuando sólo había en España una televisión pública, las cosas no iban mucho mejor, pero al menos hubo intentos valiosos de hacer de la ciencia un elemento divulgador para todos los públicos. Programas de naturaleza, como los de Félix Rodríguez de la Fuente, de salud, como los de Ramón Sánchez Ocaña, o la mismísima serie Cosmos de Carl Sagan, competían en horarios estelares con otros programas más tradicionales pero no más exitosos.
Otros programas menos “vistosos” eran relegados a horarios infantiles -¿por qué siempre que se habla de ciencia en televisión se piensa en los más jóvenes, como si los adultos no necesitaran saber ya nada más?- o bien a altas horas de la madrugada, tal y como parodiaban en diversas ocasiones los geniales componentes de Les Luthiers. Hubo intentos –”Horizontes” de Ramón Sánchez Ocaña, “Alcores” dirigido por quien firma estas líneas, “A ciencia cierta” de Esteban Sánchez Ocaña, y varios otros después- pero, luego, con la llegada de las privadas y las autonómicas, el panorama fue a peor. En la catalana TV3 tuvo gran éxito, y duró unos cuantos años en antena, un excelente programa divulgativo, “Jocs de ciència”. Pero poco más. En Canal Sur estuvo en antena, eso si en horario infantil, “Alcores”, programa de actualidad y divulgación científica de una hora semanal, que se emitió durante casi tres años. En Telemadrid estuvo “Viva la ciencia”, y luego “Ponte verde”...
Y poco a poco todos esos intentos fueron desapareciendo, y hoy apenas sobrevive en la televisión pública el programa de Punset, “Redes”, y algún pequeño intento en alguna televisión autonómica. Incluso el intento de Atlantia, hace año y medio, fue un fiasco: en la Primera Cadena de TVE lo emitían de madrugada, mientras que a las 8 de la tarde ponían un programa de una hora de... ¡¡¡Rappel!!!
De las privadas, mejor no hablar. Asumen que “la ciencia no vende”, y no se molestan siquiera en imaginar lo que podría ser un programa televisivo triunfador al estilo dela revista MUY INTERESANTE, que es el paradigma de éxito editorial que cualquier economista desearía administrar, en el campo de la publicaciones mensuales.
La radio pública tiene algunos intentos meritorios, sobre todo Radio Nacional en alguno de sus canales. Pero su programación es bastante calcada, en esencia, de la de las radios privadas. y en éstas escasean los programas de ciencia –en la SER hay uno de un cuarto de hora semanal,los domingos a las 7,30 de la mañana-. Mientras, otros programas deformativos culturalmente y gravemente antieducativos son anunciados a bombo y platillo y emitidos dos veces por semana, con todo lujo de medios a su disposición; por ejemplo, en la misma cadena SER, el programa Milenio Tres, que si no fuera por lo lamentable de sus propuestas, podría ser considerado como un excelente programa... de humor.
Por cierto, buen ejemplo de lo que las televisiones privadas fomentan es el de una de las más recientes, además perteneciente a un grupo editor serio y habitualmente bien conceptuado por su apoyo a la cultura y la información veraz, el grupo PRISA. La cadena Cuatro también publicita un programa similar al de la SER, con el mismo presentador-director, sobre misterios bobalicones y casas encantadas, como si fuera el paradigma de lo que la gente debiera saber. Todo un oprobio para una empresa que se caracteriza habitualmente por una línea editorial seria y coherente.
Hay quien afirma que lo que no sale por la tele, sencillamente no existe. Quizá sea un poco exagerado, pero es obvio que el poder de los medios audiovisuales es enorme, y que no se puede establecer una política de apoyo a la cultura científica si no se cuenta, implícita o explícitamente, con la televisión. Y no en horarios indecentes y en canales de tercera división, sino en las televisiones de titularidad pública y en horarios consecuentes, al menos de “second time” (o sea, antes o después de los horarios de máxima audiencia). En cambio, proliferan en todas las emisoras programas de supuesto periodismo de investigación en torno a la vida de los famosos, incluídos los famosos delincuentes o los delincuentes famosos, según que hayan sido lo uno o lo otro antes o después. Y abundan los programas dedicados al mundo de lo “desconocido”, o sea lo fantasioso disfrazado de realidad. Y programas alarmistas y escasamente favorecedores de la concordia nacional... Mientras brillan por su ausencia los programas que difunden cultura asequible para la mayoría de la población.
No queremos con esto decir que la televisión sea la culpable de la incultura y la desinformación en torno a la ciencia, pero sí que no contribuye en casi nada a mejorar la situación. Y que resulta incomprensible que, tras veinte años de aquella esperanzadora Ley de la Ciencia, no haya habido ningún apoyo decidido por parte de las televisiones públicas a que en sus programaciones se incluyan abundantes elementos educativos, divulgativos y formativos, realizados con amenidad, dirigidos a todos lo públicos y, consecuentemente, emitidos en buenos horarios. Salvo la honrosa excepción de La 2, siempre minoritaria a pesar de su calidad muy superior a la media.
Tampoco ha habido por parte de las autoridades estatales un apoyo claro a los centros de ciencia interactivos, a pesar de que la experiencia de otros países mostraba su pujanza a la hora de servir de acicate para la curiosidad de los ciudadanos, fuera cual fuese su edad y su nivel cultural. Estos centros pueden además ser utilizados como complemento sumamente útil de la enseñanza reglada. No hay que olvidar que el primer centro interactivo del mundo exclusivamente destinado a este tipo de museología novedosa, informal y divergente fue el Exploratorium de San Francisco, obra de un profesor de física, Frank Oppenheimer, preocupado por la enseñanza efectiva y divertida de las ciencias a todos aquellos que no iban luego a estudiar ciencias ni a ejercer como científicos en su vida profesional. O sea, la enseñanza de la cultura científica.
Menos mal que algunas autoridades políticas, locales o autonómicas, sí vieron la posibilidad de conseguir algunos logros de tipo cultural a través de este tipo de centros. Destaca al respecto la iniciativa del Ayuntamiento de La Coruña, que antes incluso de la Ley de la Ciencia cuyo cuarto lustro celebramos ahora, ya abría sus puertas, siguiendo el pionero ejemplo de la Caixa de Barcelona, que en la programación cultural de sus Obra Social había incluído un año antes un museo interactivo de ciencia, el Museu de la Ciència. Hoy, la capital coruñesa dispone de tres museos científicos, y se ha convertido en referente de la divulgación científica a través de esta poderosa herramienta, y con el apoyo exclusivo del ayuntamiento de la ciudad. Gracias, todo hay que deecirlo, al impulso personal de dos amigos de infancia, el uno alcalde –Francisco Vázquez, hoy Embajador de España ante la Santa Sede- y el otro científico y profesor –Ramón Núñez, que fue el fundador, y primer (y hasta ahora único) director de los museos científicos coruñeses-.
Sin apoyo alguno de las autoridades estatales, otros museos siguieron la estela del museo barcelonés, perteneciente a una entidad privada (caja de ahorros), y del coruñés (de titularidad municipal). Y hoy existen muchos otros centros de ciencia interactivos, municipales como los de Coruña (como por ejemplo los de Valladolid, Murcia, Logroño y las dos capitales canarias, a través de los Cabildos -en Tenerife, además, con el apoyo del Instituto de Astrofísica-), autonómicos (como los museos de Valencia y Cuenca, o el Planetario de Pamplona), y mixtos, como el Parque de las Ciencias de Granada (en el que participan la Comunidad Autónoma, el Ayuntamiento, el CSIC, la Universidad e incluso dos cajas de ahorro). Es más, la Kutxa de San Sebastián, siguiendo el ejemplo de la Caixa, también montó su “Kutxaespacio”, similar a los dos “Cosmocaixa” que en Madrid y Barcelona han sucedido al pionero Museu de la Ciència barcelonés.
Aunque la Ley de la Ciencia en estos veinte años ha pasado por diversos avatares, y de ningún modo ha sido utilizada para potenciar la cultura científica en televisión ni en los centros de ciencia interactivos, lo cierto es que aquí sí se ha visto el impulso de la sociedad civil. Y a través de Cajas de Ahorro, Ayuntamientos o Autonomías hemos podido observar cómo millones de personas entran cada año a esos centros interactivos recibiendo, mucho o poco, que eso se le deja siempre al albedrío del visitante, un mensaje de inquietud cultural en torno a la ciencia. Invitándole a realizar experimentos por sí mismo, a sentir sensaciones nuevas, a reflexionar, a adquirir espíritu crítico... A aprender, en suma, que en la Naturaleza no existen las asignaturas, que la ciencia como cultura no sólo es bastante fácil y divertida, sino que es una fuente de placer, de adquisición de criterio, de goce incluso de unos elementos tecnológicos que en el mundo de hoy, por desconocimiento, más tememos que aprovechamos.
Finalmente, una breve alusión a las seudociencias. Es difícil pensar que un país es culto, tanto en lo artísticoliterario como sobre todo en lo tecnocientífico, si en él proliferan y gozan incluso de estima social las actitudes de apoyo a las falsas ciencias, a las magias, a todas esas conductas confusas y siempre teñidas de mercantilismo y engaño que podríamos englobar bajo el término “mancias”.
Y muy especialmente, las seudociencias, que se disfrazan con un lenguaje y unas actitudes falsamente científicas -la investigación, la duda, el reconocimiento de lo que ignoramos, el vocabulario supuestamente técnico, etc- para defender posturas fantasiosas, desprovistas de la más mínima credibilidad y rozando lo grotesco: manchas de humedad en una pared que se hacen pasar por mensajes del más allá, ovnis visitantes que seducen y “abducen” a muchas personas que luego nos cuentan sus experiencias en lejanos planetas, fantasías en torno a la aventura espacial –el hombre no llegó a la Luna, fue un montaje de Hollywood; hay bases extraterrestres en Marte y la NASA lo sabe; el hombrecillo de Roswell era un extraterrestre al que le hicieron la autopsia (y no un burdo muñeco de plástico); los círculos en las cosechas de cereales son mágicos y realizados por naves de otras civilizaciones, como las figuras de Nazca y otros lugares antiguos; incluso el delirio de asimilar los libros sagrados a aventuras de astronautas de otros planetas-, experiencias cuasimísticas en torno a las llamadas “paraciencias”, y esencialmente la parapsicología, posibilidad de mover con la mente y a distancia objetos, y demás fantasías que podríamos muy bien llamar, simplemente, bobadas.
Promover la cultura científica es también denunciar esas actitudes, mostrar lo que tienen de engaño, de delirio incluso. Es tarea de los científicos, de los comunicadores... y de las autoridades. Sobre todo, de las autoridades. Otra de las asignaturas pendientes.
Lástima que después de veinte años muchas de las cosas buenas que tuvo aquella Ley de la Ciencia se quedaran a medias, y otras que pudieron haberse desarrollado posteriormente nunca llegaron a ver la luz. Hemos señalado tres aspectos, al que habría que añadir un cuarto, relacionado con el apoyo público a los comunicadores y divulgadores de la ciencia para el gran público –en museos, desde luego, pero también en los medios de comunicación, en la edición de libros y revistas, etc.-, que quizá en un futuro próximo debieran estar en agenda política de nuestras autoridades, tanto europeas, como nacionales, autonómicas e incluso locales.
Ojalás este recordatorio, algo teñido de nostalgia, de una excelente ley que luego evolucionó peor de lo que esperábamos, sirva de nuevo punto de partida para mejorar lo que no se hizo del todo bien, y para potenciar aquello que iba y va por buen camino.
Manuel Toharia, es colaborador del Programa "Las Huellas de la Memoria"