Me ha causado un cierto estupor saber que se han colocado cientos de confesionarios en el parque del Retiro de Madrid con motivo de la visita del papa Benedicto XVI.
Es el mismo estupor que me causaban los confesionarios colocados en las fábricas de Polonia por el sindicalista Lech Walesa. Son esos confesionarios los que, con razón, indignan a los indignados, mientras a ellos tratan de impedirles que confiesen su indignación.
El Papa, que tendría que encarnar la figura de Pedro, el pobre pescador de Galilea, como obispo de Roma, debería recordar al viajar a Madrid que el apóstol llegó a Roma perseguido y que fue crucificado como el Maestro. No tuvo honores de jefe de Estado, ni salvas de cañón, ni papamóvil, ni fue escoltado por los guardias romanos; y fue enterrado al morir en un cementerio común. El Vaticano se construyó más tarde, y sobre él pesa un rosario de pecados.
No sé de qué se confesarán los miles de jóvenes que se arrodillarán en los confesionarios improvisados del Retiro, aunque puedo imaginármelo, ya que la Iglesia inyecta en los jóvenes católicos la obsesión por el sexo más que por la justicia o por la libertad. Pero sí sé, por haberlo vivido de cerca, los pecados de los que el Papa y sus seguidores vaticanos, recibidos con honores de reyes con un presupuesto de millones de euros pagados por los españoles en crisis, podrían y deberían confesar.
El Vaticano, el minúsculo Estado enclavado en Italia, regalo de Mussolini al Papa a cambio de los votos de los católicos al fascismo, es la mayor anomalía e irreverencia para aquel Jesús que decía que "no tenía donde reclinar la cabeza", que rechazó ser coronado rey y que murió en la ignominia de la cruz. La prerrogativa de jefe de Estado otorgada al Papa de Roma es un pecado contra los evangelios.
Las oscuras finanzas vaticanas, su Banco del IOR que estuvo tristemente implicado en escándalos de corrupción, su vinculación con mafias y masonerías heterodoxas que dejaron un reguero de cadáveres de por medio y a monseñores huyendo perseguidos por la justicia, son otros pecados todavía sin confesar y sin penitencia,
El ocultamiento de los ya tristemente casos de pedofilia del clero en todo el mundo, porque la Iglesia se avergonzaba de aceptar lo que hicieron los suyos e intentó ocultarlo durante años, es un pecado aún sin arrepentimiento y sin confesión abierta. Es un pecado tan grande que el pacífico profeta de Nazareth llegó a pedir para él la pena de muerte. Pedía que al que abusara de un menor "se le colgase una rueda de molino al cuello y se le arrojase al mar".
La imposibilidad de la mujer de acceder al sacerdocio -la más persistente discriminación femenina en el mundo de las democracias- es un verdadero pecado contra el mismo Cristo, que se rodeó de mujeres durante su vida apostólica, que se le apareció después de muerto a una mujer antes que a Pedro y a los otros apóstoles y que en las primeras comunidades creadas después de su muerte para conti-nuar su mensaje eran, también ellas, sacerdotisas y obispas.
Otro pecado del Vaticano es su terquedad en seguir manteniendo obligatorio el celibato sacerdotal a pesar de todos los escándalos de abusos de menores por parte del clero, y a pesar de que los apóstoles, y seguramente el mismo Jesús, estaban casados, como lo estaban los primeros papas y los obispos de los primeros siglos de la Iglesia, a los que solo se les pedía dar buen ejemplo conformándose con una sola mujer.
Así como también es pecado condenar todo tipo de sexualidad que no esté directamente encaminada a la procreación, cuando Jesús nunca habló de pecados contra el sexo.
Sí, en cambio, habló y gritó contra los que oprimen a los pobres, contra los sacerdotes hipócritas que predican una cosa y la contradicen después con su vida y contra los poderes y tiranías de la tierra. Llamó "zorra" al emperador Herodes. Y fue víctima del poder romano que lo condenó a muerte sin pruebas.
Son pecados todas las exhortaciones del Vaticano contra el derecho de la mujer de decidir en conciencia sobre su maternidad.
Es pecado defender la doctrina del infierno eterno ya que, como dicen los teólogos más iluminados y modernos, o existe Dios o existe el infierno. Juntos no pueden existir, porque ni el padre más brutal y vengativo sería capaz de condenar a un hijo a un castigo eterno sin posibilidad de retorno. El infierno sería la mejor prueba de la no existencia de Dios.
Cada vez que el Vaticano se opone a los avances de la ciencia que liberan al hombre de sus servidumbres, desde el uso de las células madre al derecho a morir con dignidad, peca contra la vida y contra el derecho a la libertad del ser humano.
Y como fueron pecados la Inquisición y las Cruzadas, lo son también hoy la cacería desatada contra teólogos que no razonan como el Vaticano, cacería de la que fue artífice el actual Pontífice desde su puesto de presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, heredera de la antigua Inquisición.
Es pecado condenar a los que se empeñan en resucitar las palabras duras del Evangelio y en apoyar los abusos perpetrados por la Iglesia contra las conciencias.
Una de las frases más misteriosas y oscuras del Evangelio es la pronunciada por Jesús cuando afirma: "Dejad que los muertos entierren a sus muertos". A él le interesaban los vivos más que los muertos. Pero
al Vaticano parece dolerle la felicidad de los vivos, prefiere el dolor, el sacrificio, la abnegación, el martirio, la muerte, es decir, la teología de la cruz en vez de la teología de la felicidad que era la que predicó hasta la saciedad el profeta maldito, que no soportaba el dolor y por eso "curaba a todos". Y multiplicaba no solo el pan para saciar el hambre de los pobres sino el vino para no arruinar la fiesta de unas bodas. Jesús no fue ningún asceta, ni predicó nunca el dolor como terapia de la fe.
El gran pecado del Vaticano, de esa Iglesia oficial que no acaba de liberarse del poder temporal que no le corresponde, es su miedo a que los hombres sean felices, porque es la felicidad, y no la angustia ni el sufrimiento, lo que terminará por hacer libres a las mujeres y a los hombres. De ese pecado debería no solo confesarse, sino pedir perdón a toda la humanidad.
Juan Arias es Periodista y Escritor. Fue Corresponsal de "El País " en el Vaticano durante muchos años, y actualmente en Brasil. (Artículo por gentileza de Juan Arias y "El País")