lunes, abril 09, 2007

DEL RECREO EN EL RUEDO A JOSÉ TOMÁS por Manuel J. Márquez Moy




Plaza de Toros del Pino de Sanlúcar de Barrameda construída a principios del siglo XX de estilo neomudéjar.
Mi primer lugar de recreo con escasos tres años fue el ruedo de la Plaza de Toros de Sanlúcar de Barrameda. Allí, en la misma Plaza, donde vivía la inolvidable Lola Rodríguez (viuda de Manuel "El Vargas" y éste hijo de Joaquín Rodríguez, el primer conserje que tuvo la Plaza de Toros de Sanlúcar viviendo allí permanentemente) y sus hijos Mercedes, Mari, Marore, Elena, Miguel y Manolo (Guardesas y Conserjes de la Plaza) , compaginaba mis primeras clases particulares aprendiendo a escribir con el mundo taurino. Mi padre ya era taquillero de la Plaza cuando yo nací, mi tío-abuelo, era el puntillero de la Plaza, Antonio "El Levita", y mi familia intimaba con la familia de José Luis Parada, que frecuentaba mi casa, por cierto, situada en el mismo Pino, en la Barriada que está junto a la Plaza de Toros, al igual que con la de José Martínez Limeño y Concha Ahumada (su madre). . En el callejón, hoy una calle abierta, vivía Carmen y José “El Latero”, padres de Paco Ojeda. A medida que fui creciendo yo siempre estuve rodeado de ese particular ambiente taurino con apoderados como José Luis Marca ó Simón Casas, la empresaria Lolita Casado "La Fatigona", tentaderos, el Cortijo de Alventus con la sabiduría de José Núñez (padre). Yo acompañaba a mi madre a las corridas de toros y no entendía nada, sólo que asistían mucha gente y que unos señores en el ruedo hacían cabriolas con un toro. Sabía que existían varios tercios, conocía los nombre de banderilleros y toreros y una cierta jerga del lenguaje taurómaco. En los desencajonamientos era para mí toda una figura Rafael “Chiquitina”,que corría delante de los toros para introducirlos en los toriles o chiqueros. Y entre Parada, Marismeño, Montiel, Alvarito Márquez, Manuel Rodríguez “El Mangui”, irrumpió Paco Ojeda.

Paco Ojeda marcando la distancia con el toro para disponerse casi miméticamente a citar al toro.

Era un hombre taciturno que paraba bajo mi casa en una muralla que rodeaba a la barriada (la antigua muralla de los históricos jardines del Pino, ya desaparecidos). Por las mañanas, cuando yo iba camino del colegio con mis hermanos íbamos a dejarle "el pan para los pollos" en su casa, en aquel callejón . Ya Ojeda tenía una edad un tanto tardía para "el toreo", pero le vinieron las oportunidades y las aprovechó. Yo ya contaba con unos 10 años y hasta que no llegó Ojeda al panorama taurino no empecé a entender qué significaba ese juego entre el toro y el torero. Cuando comenzó su carrera imparable mi madre me mandaba a que fuera a leerle las crónicas de los periódicos a Carmen González, inolvidable en aquélla humilde pero siempre limpísima cocina. Ojeda había sido el último que realmente escapaba de noche a la Marisma con una pandilla de amigos para torear con la luna. Ya esa etapa y estampa romántica de estos toreros aventurándose entre caños, almajales, juncales y correrías nocturnas para poder entrenarse con vaquillas y toros se acabó con "El Mangui" y Carmelo.

Así comprendí que todo era mucho más profundo, algo que intuía en mi niñez pero que no acertaba a vislumbrar. Carmelo también aparecía por aquél entonces, haciéndose populares los mano a mano con Juan Pedro Galán, y lo que en otro momento anterior fueron los duelos de dos jovencísimos “Mangui” y “Espartaco”, después consolidados como un gran banderillero y matador de toros, respectivamente.

Entonces los escalofríos ya recorrían mi cuerpo cuando veía a un Ojeda quieto, con templaza, identificándole los naturales, las diferentes tandas, los terrenos, la fiereza del toro. Empecé a conocer y distinguir la ortodoxia y la heterodoxia, lo clásico y lo tremendista. Al final optaba por el clasicismo, con el que me identificaba. Entonces aprendí de Rafael de Paula, de Manzanares (padre), y con el transcurrir del tiempo de la inmensa técnica de Enrique Ponce, la revolución de otro clásico como Joselito , el valor de “El Juli”, y el culmen para mí de José Tomás, -inolvidable su misticismo-, además de la maestría a caballo de Pablo Hermoso de Mendoza. Podría contar innumerables cuestiones relativas a este mundo del toreo que con más fuerza está en entredicho por eso del “maltrato” al toro.

Fríamente lo entiendo así y a veces me duele tanta sangre. Pero el haber conocido esta tradición centenaria desde dentro y desde fuera me hace entender a detractores y aficionados y profesionales. Admiro la intelectualidad de Luis Francisco “Esplá” cuando trata de transmitir y reivindicar la tauromaquia como un arte. Y cada día lo entiendo y lo considero así. Es un mundo de contradicciones, lo reconozco. Pero la reaparición esta temporada de José Tomás, la estética de Castella, la revelación el pasado año de Alejandro Talavante, y su confirmación este año me hacen confiar que hay tradiciones que el pueblo las convierte en tradiciones y desaparecerán también cuando el pueblo las olvide y las ignore progresivamente.


José Tomás en uno de sus templadísimos naturales, clavando las zapatillas en el albero. La quietud, el movimiento de la muñeca que arrastra la muleta, impidiendo que el toro la toque es una de las tantas apreciaciones que se observan en la foto y que crean una estampa singular entre el toro el el torero de Galapagar.

Manuel J. Márquez Moy, Director de "La Aventura Humana"

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