Era un hombre taciturno que paraba bajo mi casa en una muralla que rodeaba a la barriada (la antigua muralla de los históricos jardines del Pino, ya desaparecidos). Por las mañanas, cuando yo iba camino del colegio con mis hermanos íbamos a dejarle "el pan para los pollos" en su casa, en aquel callejón . Ya Ojeda tenía una edad un tanto tardía para "el toreo", pero le vinieron las oportunidades y las aprovechó. Yo ya contaba con unos 10 años y hasta que no llegó Ojeda al panorama taurino no empecé a entender qué significaba ese juego entre el toro y el torero. Cuando comenzó su carrera imparable mi madre me mandaba a que fuera a leerle las crónicas de los periódicos a Carmen González, inolvidable en aquélla humilde pero siempre limpísima cocina. Ojeda había sido el último que realmente escapaba de noche a la Marisma con una pandilla de amigos para torear con la luna. Ya esa etapa y estampa romántica de estos toreros aventurándose entre caños, almajales, juncales y correrías nocturnas para poder entrenarse con vaquillas y toros se acabó con "El Mangui" y Carmelo.
Así comprendí que todo era mucho más profundo, algo que intuía en mi niñez pero que no acertaba a vislumbrar. Carmelo también aparecía por aquél entonces, haciéndose populares los mano a mano con Juan Pedro Galán, y lo que en otro momento anterior fueron los duelos de dos jovencísimos “Mangui” y “Espartaco”, después consolidados como un gran banderillero y matador de toros, respectivamente.
Entonces los escalofríos ya recorrían mi cuerpo cuando veía a un Ojeda quieto, con templaza, identificándole los naturales, las diferentes tandas, los terrenos, la fiereza del toro. Empecé a conocer y distinguir la ortodoxia y la heterodoxia, lo clásico y lo tremendista. Al final optaba por el clasicismo, con el que me identificaba. Entonces aprendí de Rafael de Paula, de Manzanares (padre), y con el transcurrir del tiempo de la inmensa técnica de Enrique Ponce, la revolución de otro clásico como Joselito , el valor de “El Juli”, y el culmen para mí de José Tomás, -inolvidable su misticismo-, además de la maestría a caballo de Pablo Hermoso de Mendoza. Podría contar innumerables cuestiones relativas a este mundo del toreo que con más fuerza está en entredicho por eso del “maltrato” al toro.
Fríamente lo entiendo así y a veces me duele tanta sangre. Pero el haber conocido esta tradición centenaria desde dentro y desde fuera me hace entender a detractores y aficionados y profesionales. Admiro la intelectualidad de Luis Francisco “Esplá” cuando trata de transmitir y reivindicar la tauromaquia como un arte. Y cada día lo entiendo y lo considero así. Es un mundo de contradicciones, lo reconozco. Pero la reaparición esta temporada de José Tomás, la estética de Castella, la revelación el pasado año de Alejandro Talavante, y su confirmación este año me hacen confiar que hay tradiciones que el pueblo las convierte en tradiciones y desaparecerán también cuando el pueblo las olvide y las ignore progresivamente.
José Tomás en uno de sus templadísimos naturales, clavando las zapatillas en el albero. La quietud, el movimiento de la muñeca que arrastra la muleta, impidiendo que el toro la toque es una de las tantas apreciaciones que se observan en la foto y que crean una estampa singular entre el toro el el torero de Galapagar.
Manuel J. Márquez Moy, Director de "La Aventura Humana"
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