Vicente Romero (a la dcha.) es uno de los reporteros más serios de este país. El próximo día 17 de Enero presenta un nuevo libro del que es coautor junto a Baltasar Garzón: "El alma de los verdugos" en la Casa de América de Madrid. En eeste artículo Vicente Romero analiza el periodismo actual.
En una época de constantes avances en las comunicaciones, el principal desafío con que nos enfrentamos los periodistas no es el de adaptar nuestros métodos de trabajo a las nuevas posibilidades de producir y difundir la información, sino de carácter ético. Porque frente a los vertiginosos cambios tecnológicos, que permiten una mayor inmediatez y amplitud en la circulación de las noticias, esta acusa una serie de perversiones graves. Y mientras en los países pobres crece el número de excluidos totales de la información --como sujetos y como destinatarios de la información-- en las naciones más ricas aumenta el número de personas que reciben una información masiva pero viciada, incompleta o incluso deformada. El hecho es que la información tiende a circular cada vez más en una sola dirección. Y, generalmente, las noticias sobre algunos problemas de enormes magnitudes que recibe el público de las regiones con acceso privilegiado a los grandes medios de comunicación social, suele ser mínima, discontinua, y contradictoria en su perceptibilidad social.Las principales perversiones de nuestro periodismo comienzan en nuestra propia esfera política interna, reflejada en una información que raramente cuestiona los límites del orden establecido. Pero donde se hacen más visibles las contradicciones y defectos éticos de un periodismo tan avanzado tecnológicamente es en las informaciones internacionales, y de modo especial en las referidas a grandes tragedias --políticas o naturales-- que se producen en el marco de la desigualdad y la injusticia crónicas que constituyen la base del actual sistema económico mundial.En el mundo permanecen abiertos una docena de conflictos graves y se mantienen larvadas otras tantas situaciones de enorme tensión. Sin embargo, de la mayoría de esos conflictos apenas si circula información. Como dijo hace años Bernard Kouchner, sin imágenes no hay indignación; sin imágenes, la injusticia solo golpea a los desdichados. (La misma idea está, desde antiguo, en el refranero: ojos que no ven, corazón que no siente.) Es cierto que la difusión masiva de imágenes de las tragedias actuales --o sea la información inmediata y viva sobre ellas-- es lo único que parece capaz de golpear eficazmente las conciencias, y de obligar a intervenir a nuestros políticos, acomodados en un sistema autodenominado de bienestar. El silencio informativo por parte de los grandes medios (especialmente la televisión) significa el desconocimiento social y político de los conflictos, y consecuentemente la incomprensión de sus efectos. Finalmente, ese olvido mediático permite eludir responsabilidades a quienes estarían éticamente obligados a actuar contra la injusticia y acaba garantizando la impunidad tanto de sus despiadados beneficiarios últimos como de los verdugos locales que aquellos utilizan.El mercado internacional de la información está controlado por las grandes empresas de comunicación --mayoritariamente penetradas por las principales corporaciones económicas mundiales, cuando no propiedad de alguna de ellas-- las cuales ejercen un implacable poder de decisión sobre los temas informativos que se ponen en circulación o se silencian, así como sobre sus contenidos. Ese control informativo nunca es casual ni se limita a las dificultades objetivas de obtención y transmisión de la información (que resultan notorias en algunos casos, como el de Afganistán), pero muchas veces se realiza de forma mecánica por profesionales que interpretan el supuesto interés objetivo de las noticias en función de la política informativa de sus empresas. La única forma de escapar de ese control está en la producción propia del material informativo, lo que requiere una gran inversión económica, grandes medios técnicos y esfuerzos humanos considerables.Pero la simple difusión masiva de imágenes de las tragedias no es suficiente. Jean Ziegler ha escrito que la función última de los periodistas (última no en el sentido de postrera, sino de tarea final, de irrenunciable compromiso ético) consiste en hacer que el público recupere la capacidad de horrorizarse ante lo que es horroroso. Una capacidad que los espectadores de los informativos de televisión pierden sin advertirlo, acostumbrándose a la constante sucesión de imágenes atroces.
Porque esas imágenes patéticas de niños famélicos, de mujeres y hombres muertos a tiros o machetazos, de miles de refugiados confinados bajo las tiendas de hule de los campos de refugiados, pasan ante los ojos del público continuamente, casi siempre sin una explicación adecuada o con una explicación tan mínima y apresurada que resulta insuficiente. Y su reiteración hace que la miseria y la violencia acaben siendo aceptadas como algo inevitable, consustancial y hasta lógico en países atrasados.Incluso cuando nos sorprenden algunas imágenes que sobrepasan el horror habitual, nos escandaliza más la barbarie balcánica que la africana, porque los Balcanes son parte de nuestro entorno europeo, que consideramos civilizado mientras asumimos como natural la misma barbarie en las naciones lejanas, donde nuestra ignorancia nos hace calificar a sus gentes como primitivas cuando no de salvajes y, en el mejor de los casos, de exóticas. (Tal vez porque nos resulta cómodo olvidar que el mayor salvajismo de este siglo ha producido en el corazón de la vieja Europa.)Además del silencio informativo y del pernicioso carácter fragmentario y descontextualizado de la mayor parte de las noticias que nos llegan sobre la mayoría de los conflictos internacionales, la manipulación de imágenes de grandes tragedias produce una perversión mayor: lo que los semiólogos norteamericanos denominan infortainment, un horroroso neologismo que se podría traducir como infoespectáculo, creado para definir a un género deleznable en el que se pretende mezclar información y entretenimiento.Esta enfermedad profesional del periodismo en televisión ha adquirido dimensiones alarmantes de forma creciente durante los seis últimos años. (Especialmente desde la colosal tragedia de Ruanda en 1994, que también marcó el desarrollo de las ONG). Pero el infoespectáculo tampoco es algo nuevo.
Ya durante la primera fase de la guerra civil de El Salvador --cuando se libró la sangrienta lucha política en la capital, reprimida por el ejército de forma salvaje-- las principales cadenas norteamericanas de televisión llegaron a tener hasta tres equipos de enviados especiales cada una, compitiendo por las imágenes más sensacionalistas, por no denominarlas espectaculares: brutales cargas policiales contra los manifestantes, tiroteos, cadáveres en las calles, o llantos desesperados ante las cámaras... que garantizaban altos picos de audiencia, donde interrumpir el informativo e insertar la publicidad.Sin embargo, el infoespectáculo ha aumentado su perversión en los últimos años, adquiriendo un carácter supuestamente humanitario que resulta gratificante para el espectador. Decía Jesús Jáuregui --responsable de Cáritas para la zona de los Grandes Lagos-- que llega un momento en que la gente no puede seguir comiendo mientras soporta las imágenes crueles que los telediarios ofrecen al medio día y a la hora de cenar; entonces muchos espectadores reaccionan, echan mano de la cartera y envían un donativo... para, así, poder seguir comiendo con tranquilidad. Además de ese efecto liberador de una mala conciencia primaria, común al público mínimamente informado de los países ricos, las noticias sobre la llegada de la ayuda humanitaria enviada por nuestros gobiernos, y las imágenes de la actuación de las ONG surgidas como expresión de la sociedad civil, resultan sumamente gratificantes. Reafirman la supuesta moralidad del sistema radicalmente injusto en que vivimos, e incluso nos permiten un ambiguo sentimiento de superioridad. A veces, cuando la ayuda no se produce de forma masiva y, por tanto, no es noticia, se produce el efecto de minimizar informativamente el problema objetivo: fue el caso de la crisis en el sur de Sudán, hace dos años, donde las televisiones integradas en la UER (Unión Europea de Radiodifusión) renunciaron a establecer un punto de montaje y emisión, como hacen habitualmente en las situaciones de crisis.El más evidente desarrollo comercial del infoespectáculo --ya fuera de los espacios informativos-- se ha dado en los llamados telemaratones, que proclaman como finalidad la obtención de fondos para la ayuda humanitaria, pero no quitan el ojo de los índices de audiencia ni renuncian a los ingresos de la publicidad. Aunque sus formatos sean importados de Norteamérica, son reconocibles como hijos naturales de aquellos viejos programas radiofónicos como el famoso Ustedes son formidables, que convertían la caridad popular (entonces no se hablaba de solidaridad, sino de caridad cristiana) en objeto de diversión.Cuando los telediarios --y, en general, los programas informativos-- ofrecen esas imágenes que Kouchner reclamaba como pruebas de la injusticia, provocadoras de la indignación popular, y cuando lo hacen en el sentido que Ziegler señala como ineludible obligación ética de los periodistas, la televisión se convierte en el más potente fulminante de la solidaridad. Cada vez hay mayor conciencia de ello entre los profesionales del periodismo. Y resulta evidente que últimamente las informaciones de carácter humanitario han ganado espacios en los informativos de cadenas como Antena 3, Tele Madrid y --sobre todo-- Tele 5, mientras TVE es todavía la que mayor y mejor información ofrece de estos problemas, al sumar a sus telediarios programas como Informe Semanal o En Portada.Sin embargo, todas las cadenas mantienen un común silencio informativo sobre crisis tan profundas y prolongadas en el tiempo como la guerra civil de Angola, que ya dura más de un cuarto de siglo. O sobre los cientos de miles de desplazados de conflictos dejados caer en el olvido, como los de Afganistán o Timor, prácticamente desaparecidos del panorama informativo. Son tres de muchos ejemplos posibles. Pero tal vez el más cercano y evidente sea el caso de Kosovo, por contraste con los excesos informativos anteriores.
Porque a la limpieza étnica serbia ha seguida una segunda limpieza étnica albanesa, sorda e implacable, ignorada de forma cobarde si no cómplice por quienes defendieron incondicionalmente la aberración de los bombardeos humanitarios de la OTAN. En Kosovo se ha cazado a los gitanos a tiros como hicieron los nazis, se han producido secuestros y desapariciones como en la América Latina de los años setenta, se han incendiado viviendas y asesinado impunemente, bajo las barbas de unas tropas de la OTAN ineficaces para garantizar el respeto de los derechos de las minorías gitana y serbia, sin que tampoco se haya logrado crear un sistema de justicia mínimamente eficaz. Pero de todo ello a penas nos han llegado imágenes, cuya visión incomodaría al propio Bernard Kouchner.Rara vez se vuelve a informar de la situación de países que han sufrido grandes desastres naturales o fuertes crisis sociales. Cuando desaparecen las imágenes llamativas, decae el interés periodístico. Así, los focos informativos son efímeros y las tragedias se solapan: las inundaciones de Mozambique hicieron olvidar la hambruna de Etiopía; la hambruna de Etiopía hizo olvidar las inundaciones de Venezuela; éstas hicieron olvidar la hambruna de Sudán, que relevó informativamente a los terremotos de Colombia o Turquía, que a su vez hicieron olvidar los efectos devastadores del Mitch... El público nunca llega a saber qué ha pasado después de los huracanes, o los terremotos, o las guerras; sospecha que el hambre y la miseria continúan, aunque no proporcionen el número de muertos suficiente para ser noticia. Ignora si la ayuda prometida llegó a tiempo, si se canalizó debidamente, o si se hicieron enjuagues políticos con los fondos. Y esa falta de información produce inevitablemente el efecto opuesto al de fulminante de la solidaridad que tuvo la información puntual de cada tragedia. La falta de información es causa de pasividad y, finalmente, de desmovilización social.Ese silencio a veces no es total sino selectivo, sobre partes fundamentales de la información, que afectan sobre todo al contexto en que se producen las noticias, un material más arduo de elaboración y que suele ser víctima de las limitaciones de espacio de modo más grave en los informativos de radio y televisión que en la Prensa escrita. Ello resulta especialmente notorio, casi de forma cotidiana, en las noticias sobre el flujo de inmigrantes ilegales que llega a nuestras costas. Muy pocas veces se habla de las condiciones de vida que impulsan la incierta aventura de la emigración. Y menos aún se da cuenta de las situaciones de guerra o tensión política extrema que sufren muchos de sus países de origen.Es obligado señalar también que buena parte de la responsabilidad en estas insuficiencias, vicios y perversiones de la información corresponde a las agencias humanitarias. Organizaciones poderosas que deberían ser no solo principales fuentes informativas sino motores que impulsen la circulación de una información correcta, se mantienen pasivas e incluso recelosas. En general, las principales agencias humanitarias (como ACNUR, Cruz Roja o FAO) suelen moverse detrás de las actuaciones periodísticas, denotando una común falta de políticas informativas adecuadas. Y la mayoría de los funcionarios internacionales --de modo destacado, según mi experiencia, los de la Unión Europea-- acusan, además de una insensibilidad y una lentitud burocrática crónicas, un sorprendente desconocimiento de los medios de comunicación, sus condicionantes, funcionamientos y necesidades.Frente a las tan repetidas teorías sobre la objetividad informativa, consideradas como principio profesional fundamental, y expuestas como dogma de fe en todas las facultades y escuelas de periodismo, los periodistas deberíamos proclamar y ejercer el derecho a cuestionar los límites de esa objetividad en el tratamiento de determinadas realidades. Debemos examinar de forma crítica la realidad en que nos movemos, cuestionar los límites de nuestro trabajo y reivindicar el derecho a indignarnos ante la injusticia, haciendo patente nuestra indignación en el planteamiento de los contenidos informativos, sin reprimir nuestros sentimientos de dolor o impotencia ante las tragedias humanas. No podemos limitarnos a exponerlas de modo falsamente objetivo, sin denunciar sus causas y señalar a sus beneficiarios.
Los periodistas tenemos que ser capaces de transmitir a los espectadores de los informativos nuestras propias emociones humanas ante el horror o la injusticia, para evitar que se produzca una deshumanización de la información, tan perversa o más que el silencio, la fragmentación o el infoespectáculo.
Vicente Romero es colaborador del Programa de Investigación "Las Huellas de la Memoria"
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