Todavía escucho a tertulianos adscritos y a amigos metidos en política intentar colarme ese discurso de la superioridad moral de un partido sobre otro, que es como la de una religión sobre otra. Unos me cuentan que la derecha pija del Gürtel, corrompida con pelucos y burbujas en el culo, tenía que caer como por profecías de Marx, y yo les recuerdo que este país vio los escándalos y negocios más sucios cuando España era una rosa en la boca del felipismo, que en Andalucía crecen sin duda naranjas tan hermosas como las de Valencia y que ningún partido ha sobrevivido sin untamientos, amiguismo y mordidas.
Otros me desentierran a Juan Guerra y yo les digo que no se puede sacar a Costa para empatar el partido. No es mal ejemplo el de las religiones, ahora que Amenábar ha puesto de moda otra guerra clásica. Los dioses han seguido la crueldad o la poesía de sus fieles, y no al revés. Las religiones no son malas ni buenas, sino que con ellas los hombres han hecho cosas malas y buenas apelando a las mismas señales en el cielo y, más que nada, siguiendo sus propias debilidades, tan terrenas. Los partidos políticos, que son otra creencia, otro fanatismo a veces, parecen copiar a la religión en llamas, santos, monedas y ceguera.
Me hablan de una derecha corrupta y como putera por naturaleza, o de la izquierda que se hizo dueña del cortijo, y yo sigo, bíblico, citando la paja y la viga y advirtiendo que quien esté libre de pecado... pues eso. Claro que esto tampoco soluciona nada. La corrupción sistémica de la política no es un mito, un coco ni una obsesión de nihilistas acostados, sino un problema real y gravísimo que no hemos sabido solventar. Carecemos de mecanismos coercitivos y punitivos útiles, empezando por que la Justicia es sierva o prisionera del mismo poder político.
La debilidad de nuestra democracia ante la corrupción se demuestra en la tranquilidad, casi la impunidad, con la que desde las concejalías de pueblo a los más altos despachos, los políticos y sus moscones deciden cruzar la línea. La corrupción como costumbre y listeza, eso de que sólo el tonto no mete la mano donde la meten todos, nos dice que nadie tiene miedo a una ley laxa, con mil maneras de enterrar los casos y escapar por la gatera. Una democracia donde pudo existir esa Marbella llena de orondos mangantes, donde hubo y hay los Olleros y Naseiros y Matsas y Filesas y Mercasevillas y Gürtels que conocemos y los que no, donde enteradillos de pata negra o cuello italiano o bigote de fusta hacen aquelarres y regatas en cada pueblo y autonomía con el dinero de todos; una democracia que, en fin, deja la enseñanza de que robar y pringar alrededor de lo público es rentable, fácil, vistoso y poco arriesgado, está sin duda enferma hasta el tuétano.
No es un partido sobre otro, como no es un dios sobre sus antecesores, el que trae la moralidad o la vileza. Debe de ser que el mal está en nosotros, que lo consentimos, lo justificamos o lo equilibramos pesando unas siglas con otras. Ahora siento que he escrito un artículo obvio, repetido, ingenuo e inútil. ¿Cómo pretender que los partidos hagan leyes que los dejen en pelota, sin enchufados y sin negocio? Sólo queda, quizá, pedirle a la ciudadanía que reaccione con asco y furia contra la corrupción, y sin decir que los otros trincan más o que los suyos no van a ser los primeros panolis en ir de honrados. Es necesario que la corrupción les cueste en las urnas, que el pueblo ponga su guillotina donde la Ley pone sólo puntos suspensivos. Olvidar la religión de los partidos para salvar la creencia en la Democracia.
Luis Miguel Fuentes es articulista, columnista y cronista del Diario "El Mundo"
miércoles, noviembre 04, 2009
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