Hoy es casi impensable la práctica de la confesión católica en la mayoría de los ciudadanos, algo que en cambio antes era casi una obligación de Estado.
Hemos pasado de la era del parchís y la oca a la de la play stations, del cigarro a escondidas a las pastillas de éxtasis y la cocaína, del trompo en el barrio o los bolindres, y la goma y la cuerda de “al pasar el barquero...” al genitalismo. Y de no enterarnos casi de nada a estar saturados de información. Ya analizaremos estos aspectos poco a poco.
Las familias que de generaciones atrás estaban acostumbradas a unos patrones que había ido pasando de padres a hijos durante casi todo el siglo XX. Había unos códigos impuestos por el nacional catolicismo que todos o en su mayoría aceptaban sin más. El que se salía de esos moldes era porque se iba a dedicar a profesiones un tanto excéntricas para la época, como eso de ser artista, o para luchar contra el franquismo desde las distintas células políticas. Pero por regla general uno llegaba al mundo en esas fechas de los sesenta-setenta y ya prácticamente tu familia te había escrito el guión de por dónde tenías que conducirte.
El cole, la merienda ante la tele, los juegos en las calles de tu barrio con una pandilla fiel con sus travesuras correspondientes y los veranos en la playa. Los entresijos de esta vida evidentemente tenían sus variantes. Habían familias más disciplinarias, más abiertas o más liberales. Eso se traducía en la cotidianeidad de cada hogar a la hora de acostarse, de almorzar, de respetar siestas, de ir a misas todos los domingos y fiestas de guardar, de confesarse, de guardar la digestión antes del baño en la playa, del número de componentes de la familia, de secuelas por la pérdida de alguno de los progenitores o de algún hermano por accidente o enfermedad. En fin, había muchos condicionantes que podía poner de relieve la personalidad que va adquiriendo el niño o la niña, que también contaba si uno era varón o hembra-como se decía antes de manera común- para ir descubriendo el mundo en el que cada uno se movía.
A todo esto habría que añadirle la situación económica familiar, pues para muchos niños era un hándicap a la hora de relacionarse con la pandilla del barrio. No todos podían permitirse ir al cine siempre o alquilar las pistas del Polideportivo.
Podríamos decir que el ambiente hasta los setenta y tantos era mucho más fácil de “manejar” para lo padres.
Después en los ochenta irrumpirían otras costumbres que se convirtieron más problemáticos, no por el aperturismo hacia otras culturas anglosajonas, sino porque a las familias de esa generación se le empezó a hacer muy difícil entender, asumir y encontrar un equilibrio dentro de sus hogares. Lo que había sido una sociedad en la que imperaba el respeto, la urbanidad, los valores del nacional-catolicismo se venían abajo para desgracia de muchos y para la fortuna de otro tanto. Se decía entonces que habíamos pasado de una sociedad donde predominaba la ética a otra donde lo que se valoraba era la estética.
Las familias que de generaciones atrás estaban acostumbradas a unos patrones que había ido pasando de padres a hijos durante casi todo el siglo XX. Había unos códigos impuestos por el nacional catolicismo que todos o en su mayoría aceptaban sin más. El que se salía de esos moldes era porque se iba a dedicar a profesiones un tanto excéntricas para la época, como eso de ser artista, o para luchar contra el franquismo desde las distintas células políticas. Pero por regla general uno llegaba al mundo en esas fechas de los sesenta-setenta y ya prácticamente tu familia te había escrito el guión de por dónde tenías que conducirte.
El cole, la merienda ante la tele, los juegos en las calles de tu barrio con una pandilla fiel con sus travesuras correspondientes y los veranos en la playa. Los entresijos de esta vida evidentemente tenían sus variantes. Habían familias más disciplinarias, más abiertas o más liberales. Eso se traducía en la cotidianeidad de cada hogar a la hora de acostarse, de almorzar, de respetar siestas, de ir a misas todos los domingos y fiestas de guardar, de confesarse, de guardar la digestión antes del baño en la playa, del número de componentes de la familia, de secuelas por la pérdida de alguno de los progenitores o de algún hermano por accidente o enfermedad. En fin, había muchos condicionantes que podía poner de relieve la personalidad que va adquiriendo el niño o la niña, que también contaba si uno era varón o hembra-como se decía antes de manera común- para ir descubriendo el mundo en el que cada uno se movía.
A todo esto habría que añadirle la situación económica familiar, pues para muchos niños era un hándicap a la hora de relacionarse con la pandilla del barrio. No todos podían permitirse ir al cine siempre o alquilar las pistas del Polideportivo.
Podríamos decir que el ambiente hasta los setenta y tantos era mucho más fácil de “manejar” para lo padres.
Después en los ochenta irrumpirían otras costumbres que se convirtieron más problemáticos, no por el aperturismo hacia otras culturas anglosajonas, sino porque a las familias de esa generación se le empezó a hacer muy difícil entender, asumir y encontrar un equilibrio dentro de sus hogares. Lo que había sido una sociedad en la que imperaba el respeto, la urbanidad, los valores del nacional-catolicismo se venían abajo para desgracia de muchos y para la fortuna de otro tanto. Se decía entonces que habíamos pasado de una sociedad donde predominaba la ética a otra donde lo que se valoraba era la estética.
Manuel J. Márquez Moy