domingo, junio 06, 2010

"USUFRUCTO DE ALBERTI" por Luis Miguel Fuentes

El poeta, el artista, comienza soñándose un genio en sus buhardillas, como decía Pessoa, y lo normal es que acabe allí podrido de sabiduría igual que sus ratones, loco o muerto de mirar ese planetario que únicamente él ve en el mundo, desde las perchas y los ventanales, como estrellas de Van Gogh. Sólo algunas veces el artista llega a hacerse museo, institución, después de matarse o de que lo maten como artista para convertirlo en otra cosa, una marca, un faraón de su nombre, un gran pescado cultural que vocean en los mercados por su peso o por el horror de su historia y sus ganchos, como un tiburón al que le encontraron manos humanas en el estómago (aquí a los artistas les encuentran sobre todo guerras, fusilamientos, zapatos enredados en política y líos de cama a medio digerir).

El artista empieza a morir cuando tiene un nombre, cuando se hace un nombre, que es a lo que atiende la gente aquí, incluso la gente de la propia industria cultural, que son esos tasadores de firmas que no leen ni los poemas, sólo rascan por debajo hasta que encuentran dinero, o no encuentran nada, o peor aún, encuentran sólo arte y no saben qué hacer con eso. Es lo que gusta, es lo que tenemos: el poeta, el artista, ya en un nido de viudas, ya con adoradores de su butaca más que de sus obras, el artista que ha sido vendido muerto o vivo como carne o como timo, el artista que lo era más cuando sólo era genio-para-sí-mismo (así decía Pessoa), o que nunca lo fue pero lo han colgado como tal en los escaparates, con la moda de la temporada que puede ir de templarios, espadachines, posibilistas, exiliados, memorialistas, sicalípticos, dandis o bujarras.


Ahora me entero por un amigo de El Puerto de que un secretario de la Fundación Alberti va a denunciar a la viuda del poeta, María Asunción Mateo, por irregularidades varias y acoso laboral. En eso se quedan los poetas a veces, ya ven, en estas burocracias y conflictos de cuerpo de casa, en estas oficinas con facturas de la luz, en estas sucursales del arte hecho menaje o almacén, como si en vez de literatura hubieran dejado un estanco. A mí, la verdad, nunca me gustó especialmente Alberti, con su poesía de farero. Creo que valía más como testigo o fotógrafo de otros que como propia singularidad poética. Al lado de Aleixandre, Salinas, Cernuda o el mejor Lorca, me parece sólo un paje de aquello. Pero tuvo la suerte de sobrevivir, de hacerse icono por nostalgia, de que la melena se le pusiera del color de sus versos y de que cierto sentimiento de culpa generacional lo estatuara contra el viento de esa mar suya un poco cascabelera. A veces veo a Alberti más como un futbolista de su pueblo que como un gran poeta.

Sin embargo, se le arrimaron intelectuales rojetes y enfermeras y políticos y vinieron a pedirle pan sus churumbeles verdaderos o fingidos, ya no como artista sino como pirata con tesoro o como capitán de una guerra enterrada. En este comedero destaca María Asunción Mateo, mujer de viudez arácnida y usufructuaria, entre la gobernanta y el braguetazo. A un artista de cierto tamaño le limpian la baba y de ahí puede salir un imperio con reina egipcia. Claro que esto no da la medida de su arte, sino de un negocio. La viuda de Alberti puede llevar lo suyo como una yeguada particular, pero a mí me preocupa otra cosa. Me preocupa una cultura que sólo mira el icono y el nombre, ya sea de los poetas-museo o del escritor malo que vende celulosa a la masa, cuando habría que mirar más las ventanas que se encienden por la noche ahora, tras las que sin duda se está haciendo el arte de mañana aún sin ujieres, agentes, viudas ni hijastros que se disputen vorazmente su usufructo.


Luis Miguel Fuentes es Articulista, Columnista y Cronista del Diario "El Mundo"

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