sábado, abril 24, 2010

IMPULSO por Bárbara Alpuente






Hace unos cuantos años lo que buscaba en un hombre era, básicamente, que me quedara bien. Uno guapo, alto, moderno y muy cool que me quedara bien. Que sí, también que nos quisiéramos y detalles así más secundarios, pero deseaba uno de esos tipos con el que tus amigas no se cansan de decirte lo bueno que está. No uno de esos con el que tus amigas no se cansan de decirte que se le ve muy buena persona. No, de esos, no. ¿Superficial?. Pues sí, mucho, pero todos tenemos un pasado y el mío contiene leves ráfaga de Paris Hilton. Pero eso fue hace mucho tiempo y las cosas han cambiado. Ahora sé que el amor de mi vida, si es que eso existe, puede estar escondido en cualquier hombre que a primera vista no me llame especialmente la atención. Y lo pienso, entre otras cosas, porque yo, sin ir más lejos, soy una tía buena atrapada en el cuerpo de una mujer muy normal.







Me consuelo porque, por lo visto, la belleza real está en el interior. Lo siento por la gente guapa que me esté leyendo, pero he de deciros que estáis sobrevalorados. Mi gran amor puede esconderse tras las calvas, las barrigas, y las gafas de culo de vaso, puede estar acurrucado dentro de un cuerpo enclenque, puede ir de incógnito por la vida, esperando que yo sea capaz de identificarlo. Quizá el amor de mi vida camine por el mundo confiando en que sepa descifrar sus rasgos más allá del aspecto de quien lo arropa. Y yo también confío en que ese hombre sepa intuirme a mí más allá de lo que encuentro en el espejo cada día. Lejos quedaron los requisitos, las exigencias estéticas, los prejuicios y las gilipolleces. Ahora mis gustos han cambiado tanto que yo diría que ya no tengo gustos concretos. No, estoy por encima de eso. Bueno, o estoy por encima de eso o estoy por debajo de eso.








Cabe la posibilidad de haber elevado mi espíritu o de haber bajado el listón. Puedo haber madurado hasta llegar a un estado evolutivo que me libere de lastres superficiales, o puedo haber decidido interiormente que, tal como está el panorama, lo mejor será dejarme de exigencias. Pero confío en encontrarme en la primera opción. La palabra amor se utiliza tanto, y tan mal, que casi da pudor pronunciarla. Le llamamos amor a cualquier cosa, cuando se trata de algo intangible, ajeno a la necesidad y la posesión. El amor no tiene forma ni dueño ni cadenas. Es un camino armónico que no se estanca en el vínculo de dos personas, sino que se expande a todo lo que te rodea y te vuelve absolutamente imbécil, sintiendo que conectas espiritualmente con los pájaros, con los árboles, con los bordillos de las aceras o con las taquilleras del metro.








El amor debería ser un estímulo que te potencia por encima de tus posibilidades aparentes. Me recuerda a cuando era pequeña y mis padres me cogían de la cintura para alzarme hasta la ventana a la que por mí misma no podía llegar. Me impulsaban para que observara el atardecer rojizo derramándose sobre los tejados de Madrid. Y creo que el amor debe de ser algo parecido, un impulso que te eleva para vislumbrar un paisaje que ni habías imaginado. Dicho esto, intuyo que las reminiscencias de mi Paris Hilton se van quedando atrás. Da gusto hacerse mayor.




Bárbara Alpuente es Guionista de TV, Columnista y Articulista de Yo Dona (pulsar en el logo para ver revista)

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