Al cabo de más de 30 años, los verdugos mayores de la dictadura militar argentina están rindiendo cuentas de sus crímenes ante la Justicia. (De algunos de sus crímenes que no lograron ocultar destruyendo pruebas y asesinando testigos.) Y, uno tras otro, son condenados a largas penas de prisión, que no llegarán a cumplir porque la mayoría de los sobrevivientes de aquellos sanguinarios centuriones ronda o supera los ochenta años. Morirán encarcelados ya que los tribunales han decidido que, excepto en casos de enfermedad grave, los culpables de delitos de lesa humanidad no deben de beneficiarse de los privilegios de la edad, cumpliendo la pena en arresto domiciliario. Algo que parece lógico después de la larga impunidad que han gozado.
El último condenado de alto rango ha sido el expresidente de facto (un eufemismo político argentino) Reynaldo Bignone. El fue quien, descompuesta la dictadura castrense tras la derrota en la guerra/aventura de las Malvinas, se vio obligado a convocar elecciones y acabó entregando el poder al radical Raúl Alfonsín... no sin antes haber ordenado la destrucción de los archivos militares para eliminar las pruebas del terrorismo de estado. Ahora ha sido castigado con 25 años de cárcel como coautor de medio centenar de delitos de privación de libertad y torturas cometidos en 1977. Es decir, por algunos de sus crímenes, cometidos cuando era jefe del comando de Institutos Militares, del que dependían cuatro centros secretos de detención en Campo de Mayo, por cuyas dependencias pasaron unos cinco mil prisioneros.
El anciano general Bignone duerme ya tras los barrotes de una cárcel común. No merece piedad. Porque no ha mostrado arrepentimiento, ni ha pedido perdón ni --lo que es aún peor-- ha querido facilitar información alguna sobre la suerte que corrieron sus víctimas. Al contrario, henchido de soberbia, pretendió justificar la despiadada represión militar. Pero descubrió el más intenso de los miedos que corroen su ánimo cuando lamentó verse obligado a soportar las fotos de los desaparecidos, enarboladas por sus familiares durante el juicio. Aquellos rostros en blanco y negro parecían contemplarlo desde más allá del tiempo. Los ojos de los muertos se mantenían fijos en él y no era capaz de sostenerles la mirada.
Ojalá que Reynaldo Bignone viva muchos años en las mejores condiciones carcelarias. Y que cada noche, cuando se apaguen las luces del penal, vuelva a sentir la mirada de los muertos. Entonces podrá recurrir a la cristiana serenidad de que alardeó su conmilitón Santiago Omar Riveros, juzgado junto a él y condenado a la misma pena.
Vicente Romero es Periodista, Reportero y Redactor de RTVE, de "Informe Semanal" y "En Portada", colaborador del Programa de Investigación "Las Huellas de la Memoria"
No hay comentarios:
Publicar un comentario